La muerte de Diego Armando Maradona, si bien sorprendió, se esperaba, en el sentido, que su cuerpo alojaba y sintetizaba la vida del 10, con todo lo que ello implica: desbordes, excesos, genialidades, exabruptos. Miles de textos se han escrito y otros miles aparecerán. Nunca un futbolista demandó tanto la atención de la sociedad como la vida, pasión y muerte del nacido en Fiorito.
Lo cierto es que nunca vamos a entender la intrincada relación entre Maradona, primero, con Argentina, y luego con el mundo. ¿Cómo explicar que en Siria se pintara un mural con el rostro del hijo de doña Tota? Un país semi destruido, y en la que este deporte no tiene la popularidad que goza en otras naciones.
El marco profundo que enmarca la vida del inolvidable para los Napolitanos es la idea de una masculinidad, en este caso, popular y subalterna. Una masculinidad de cabeza negra que habita, se crea y recrea en las villas miserias de la nación de Gardel, Guevara, Perón, Sandro, Mafalda, Monzón, Evita y suma y sigue. Una cabeza negra que alternó con la elite y vistió trajes caros, visitó a Fidel y a Chávez, se tatuó al Che y solidarizó con las abuelas de la Plaza de Mayo. Un personaje que tiene a algunas pensadoras discutiendo si es posible ser ambas cosas: Maradoniana y feministas.
Masculinidad dura que se incuba en la casa y qué en el barrio, la cancha o como quiera que se le llame, alcanza su mejor expresión. Los dos goles del Pibe de Oro frente a los ingleses, resume lo anterior: pillería y gambeta. Goles como esos hay miles, pero nunca en un Mundial y menos frente a Inglaterra posguerra de las Malvinas. El segundo gol, alcanza además en la voz de Víctor Hugo Morales, una dimensión extraterrestre. “Barrilete cósmico”, expresión que conjuga y conjunta a Piazzola y a Borges.
La Argentina con sus crisis eternas alcanza en México 1986 estatus impensado. Los hinchas en la cancha como frente al televisor lloraban. ¿Los hombres lloran? La respuesta no hay ni que enunciarla. Se ha instalado en ciertos imaginarios la idea de que el fútbol, produce violencia. Por cierto, las llamadas barras bravas expresan lo anterior, pero reducir el espectáculo sólo a esos grupos, nuestro análisis quedará off side. Los fieles y peregrinos que despedían al 10 lloraban, sus amigos emocionados no podían hablar apenas enterado de la noticia, Jorge Valdano, por ejemplo.
Maradona es producto de la cultura popular, cultura que hace del uso del cuerpo y de la expresión colectiva de las emociones un capital especial. Bailar y jugar son dos de sus ejes. En el Norte Grande de Chile, la peregrinación a la fiesta de La Tirana, es la expresión de esta cultura en su máximo esplendor. Allí concurre, en su mayoría, una masculinidad dura, formada en el fatigoso trabajo salitrero, portuario y pesquero. No es casualidad que los mejores boxeadores que ha tenido Chile vengan de Iquique. Hombres duros que se preparan todo el año para bailarle a la virgen y al santo. En sus rostros y manos se advierten como la vida los ha tratado. Visten de pieles rojas, gitanos, morenos o chunchos, y se emocionan hasta las lágrimas cuando saludan y sobre todo cuando se despiden de la virgen. No son, en sus vidas cotidianas, santos ni muchos menos. San Lorenzo, se afirma, es también el santo de los choros y de las choras. Van a saludar a su Madre, la virgen, y a su compadre, el Lolo.
El mito Maradoniano comienza en México DF, el 22 de junio de 1986, la Inglaterra imperial que se niega a devolver las Malvinas, es derrotada, ya lo dijimos con dos goles que resumen la identidad deportiva de América Latina. Butcher, en el suelo y con el número 6 en la espalda parece decir: “Fucking”. Lo demás es historia conocida.
Quien escribe es sociólogo y debe casi siempre explicar, al igual que la comunidad sociológica, en general, que lo nuestro es explicar y no justificar. Sin embargo, hay una línea delgada que separa a ambas que ni siquiera el Var puede advertir.